Ese táctico rito que me he impuesto.

Si el hombre tuviera tiempo de sobras, es posible que hiciera grandes cosas. Pero tras su espesa piel el tiempo alienta una sutil maraña de trampas y estrategias; tras su espesa piel o en su disperso puzzle, ocasionalmente brinda adoquín de besos para que torpes como somos
nos demos menos cuenta de que a través de ajedreces, adioses, inutilidades, esperas y otros juegos, poco a poco y sin saber se vaya haciendo teoría confirmada que la vida nos aplasta.

En el momento en que subo en el ascensor, es una nocturna hora intermedia. El espejo adivina el alcohol y parece decir que tengo aire de guardar alguna historia perdida por algún lado del abrigo, y también varias posguerras.



La nostalgia realquilada de mi cara va a proyectarse ahora en otro espejo, fiel en cumplir ese tácito rito que me he impuesto, y que consiste en observarme como un actor retirado mientras estoy a solas frente a la pica del lavabo.
Y para poblar esta habitual circunstancia, van a cruzarme desamparadas imágenes hechas con recalentadas infancias, recuerdos o posturas que me cansaría escribir, pero que si lo hiciera acabarían entercándose en intentar explicar por qué nuestro amor merece un lugar señero en la anónima enciclopedia de las historias ridículas.
Historias que me cansaría escribir, con las que perdería el tiempo. Porque todo es pasado, todo es presente  y además aquí, en el lavabo de mi cuarto, sospecho o sé que no he perdido la vida.

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